Short Stories
Poems
Su serenidad es una paz ajena
Cuando la conocí le hice todo tipo de preguntas para el proyecto. Y ella me dijo que lo pensaría y que pronto tendríamos tiempo para vernos y terminarlo en la biblioteca. Me miró las manos cuando dijo pronto, el gesto me impactó por un instante y sentí que podría conocerla mejor si la invitaba un sábado a comer conmigo. Pero después de unas semanas, entre los pasillos desiertos que recorrimos juntas, silenciosas, en una especie de trance que nos daba la novedad de nuestra relación, pude entender que para ella todo lo nuestro terminó siendo una especie de revés que no entendería nunca de salidas a un restaurante. Fue breve, sereno, melancólico.
Un mes después, terminamos todo. Era marzo, creo. Recuerdo que era tarde, pero la ciudad aún no anochecía tan rápido como lo hace ahora que ha crecido tanto. Completamente solas, dentro de un salón vacío, limpio ya, recostadas en el piso de lozas blancas. El sol serenaba tranquilo a través de los enormes ventanales, su luz roja cobriza como una foto eterna con sus propias ondulaciones. La escuela, hueca, pero en los ecos discretos presente y despierta. Mis últimos suspiros reverberaban al final del pasillo, serenados y en sintonía con ella, un doble que me seguía el ritmo, ahuyentando con la intimidad cualquier posibilidad de un intruso. Con mi último beso ella abrió los ojos y rompió con un pestañeo frágil ese hechizo casi táctil de su piel tibia.
Fue entonces que salimos juntas del salón, en puntillas, como si asustadas de algún testigo en alguna otra aula, los baños, las oficinas principales, el salón de profesores. Al llegar a la acera, al cruzar el portón, sus pasos secos se volvieron huida. Sus pasos un entramado de pequeños tambores, el ritmo del corazón inquieto y silencioso después de explotar unos minutos antes, entre escritorios y cubículos azules.
Como el sonido de la marea falsa
Pensó, “Ah, tal vez…” y se levantó convencida de la silla. Hacerlo pareció despertar a sus piernas de un letargo del que no se habían percatado. Se sintió cansada de repente, aunque los gritos en el exterior parecían irse acercando al edificio. Un mareo momentáneo la hizo recostarse de nuevo y cerrar los ojos. Al abrirlos los fijó en la computadora y pudo sentirse tranquila, vacía, de nuevo. Los dedos se deslizaron automáticamente sobre el teclado y sus piernas se acomodaron al lado del pequeño bote de basura gris. En un movimiento rápido y fluido, casi natural, continuó editando el archivo para poderlo enviar pronto.
Un pequeño murmullo en algún punto irreconocible de su cráneo la hizo reaccionar. ¿No había algo extraño en los sonidos afuera de la oficina? ¿En el golpe seco que surgió de algún lugar del edificio, lejano pero presente? ¿No debería preguntarle a alguien más, no debería revisar…? Suspiró y volvió a cerrar los ojos. Había una urgencia doméstica, pero reconocible, en enviar pronto ese archivo. Más que nada. Más que nada en el mundo.
Y no obstante, los gritos. Era el sonido de un levantamiento, alguna revolución pequeña que saldría en las noticias de la siguiente mañana y después sería olvidada por todos, incluida ella. Ya deben estarlos dispersando. Con esa idea pudo abrir los ojos y mirar a su alrededor. El sonido sosegado de la turba, como una marea potente y lejana, parecía sofocarse al filtrarse a través de los ductos de ventilación y el clac clac clac de las computadoras. Como el sonido de la marea falsa en las conchas de mar, pensó. Alargó el cuello para espiar algunos de los rostros en la oficina y se preguntó si la marea no estaría solo dentro de ella. Nadie parecía percatarse de nada.